En una jornada de la que participaban profesionales de todo el mundo, una mujer de India planteaba su desazón ante la actitud de sus nietos a la hora de sentarse a la mesa, de compartir la cena. No dejaban de jugar con los celulares, pero más aún la desanimaba la actitud de los padres de esos chicos, de su hijo, de su nuera, que seguían atentos que recibían y enviaban desde su celular. Nadie se mira mientras cenamos, se lamentaba. Las líneas de celulares ya superan a la población mundial.

En el mundo hay siete mil doscientos millones de habitantes, pero son siete mil trescientos millones los abonos que pagan para hablar por celular. En América Latina el número de personas que utiliza sus dispositivos móviles para acceder a internet crecerá de aquí al 2020 en un 50%.

Las pantallas nos cambian el modo de estar, el modo de ser, el modo de habitar el mundo, el modo se estar en casa, en la escuela, en el trabajo, en la calle como peatones o como transeúntes. Los celulares nos prometen independencia o son dispositivos de control. Somos más libres con ellos o esclavos de los mensajes a cualquier hora. Quien no fue incluido en un grupo de whats app como el de madres de la escuela, el de compañeros de trabajo, amigos de la secundaria que terminó hace 20 años. Y quien no te contó que su sesión terapéutica se interrumpió porque a su psicoterapeuta le sonó el celular.

Las nuevas generaciones manejan los celulares con una habilidad espasmosa, pero muchas veces no son conscientes de los riesgos a los cuales los pueden enfrentar. Vivimos inmersos en un mundo de pantallas.